Las gotas de agua se arrastraban por mi ventana como cada mañana después de una noche embebida, tan lentamente como el abrir y cerrar de mis ojos abigarrados. No recuerdo el día –jamás lo hice-, las nubes no vestían el cielo, aun así la luz era indiferente. Supe que era el momento, me obligaba a eliminar toda abnegación a mis deseos, no existían ya los límites, Era el momento.
Siempre aborrecí los inviernos, donde las calles se visten del más fúnebre gris terciopelo, donde las tristezas más profundas y olvidadas florecían con el alba, Siempre odié el invierno, el invierno desolador, pero aquel que presenciaba tenía algo inconmensurable, el frío opaco de pronto se transformo en un resplandeciente calor, y tal calor, en el más puro e intenso amor. Amor de esos inesperados, de los que abrigan hasta los más altos montes nevados y las almas más desventuradas.
Parada frente al mar, voltíe y allí estaba.
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